A Thiago,
que se fue sin despedirse.
A Humilda,
que tan pronto me ve organizar la maleta
corre a meterse dentro de ella.
“La herida que siempre llevo en el alma, no cicatriza,
inevitable me marca la pena, que es infinita”
Gustavo Gutiérrez Cabello
Sin medir distancias
“Creo que este libro habla, sobre todo,
del dolor de haber crecido, años y años,
sintiéndome como un ser de otro planeta”
David Wojnarowicz
Barcelona
Todos los días eran sábado por la noche
“Como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante”
Jaime Gil de Biedma
Durante veinte días en Barcelona no hubo uno solo enel que antes de abandonar el hotel no me comiera al menos una pepa. A veces, al estallar una, corría a apurar la otra, pues eran justo esos diez o quince minutos los que más me gustaban: cuando se pierde el control y uno se deja llevar como quien baila con el viento. Con frecuencia la explosión era tan fuerte que me tumbaba en el suelo y me dormía justo allí, donde me alcanzara el efecto. En ese momento no había dolor, todo fluía y yo era tan feliz como un niño en una piscina.
Cuando recuerdo esa primera visita me viene a la memoria J, mi summer lover chileno —¿o debo decir winter lover?—, aspirante a guionista de cine, que vivía en un apartamento de estudiante por los lados de Park Güell; y también Paul van Dyk y la primera versión de su The Politics of Dancing que oía todo el tiempo en el discman bajo los efectos del éxtasis. En aquel tiempo viajar era para mí un escape. Yo era algo parecido a lo que escribió Leila Guerriero sobre Guillermo Kuitca: “Un hombre sin hogar, tratando desesperadamente de volver a alguna parte”.
Ese enero aterricé en El Prat de Llobregat luego de un vuelo desde París sacudido por un viento tan fuerte que me hizo temer. “Piensa siempre lo peor para que cuando suceda no sea tan grave”, obedecía desde niño el mantra del miedo aprendido en casa. Fueron cinco o seis segundos nada más, pero fue el tiempo suficiente para presagiar mi propia tormenta. Ya luego, cuando el avión se aproximó a la ciudad y vi por primera vez la playa bañada por el Mediterráneo y esa enorme escultura dorada, la cola de una ballena sobre una cama de acero, el miedo y la idea de cualquier mal augurio comenzaron a ceder. A ceder, no a desaparecer, pues ese mismo mantra me había enseñado también a desconfiar cuando algo bueno sucede porque “si todo va bien, es porque algo malo va a pasar”. De modo que hasta que el avión se detuvo volví a respirar con normalidad.
Eran casi las diez de la mañana cuando salí del aeropuerto. Una brisa muy fría cortaba la piel a pesar de que el cielo estaba despejado: ni una sola nube se divisaba en el firmamento. No conocía a nadie en la ciudad ni llevaba a la mano un mapa, una guía o al menos la dirección de algún hotel dónde hospedarme. Pensé en tomar un taxi, pero llamó mi atención un bus pintado de azul pálido que decía con letras oscuras la palabra Aerobús. Me acerqué: “4.25 euros hasta la plaza Cataluña”, dijo el conductor.
Durante unos veinte minutos el bus avanzó a lo largo de una autopista amplia y sin sobresaltos, para luego adentrarse en la ciudad a través de una avenida con dos bulevares completamente arborizados. “Gran Vía de las Cortes Catalanas”, leí en el borde de una esquina achaflanada. Recuerdo que se me aguaron los ojos tan pronto cruzamos la plaza España, el sitio donde el bus hizo la primera parada. Se me aguaron porque hasta ese momento me di cuenta que estaba en una de las ciudades que más deseaba conocer. Para celebrarlo metí la mano en el bolsillo y, como tentempié, ¡glup!: la tercera pepa del día.
Pensé en bajarme en plaza Universitat, la siguiente parada. Me atrajo la torre de la Universidad de Barcelona en la acera de enfrente; me encantó el paisaje de decenas de muchachos patinando a lo largo y ancho del pavimento, el bullicio de quienes corrían afanados buscando las escaleras que bajaban al metro, esos aires de mundo con los que tentaba la terraza de un café ubicado en plena esquina, ¡y la cantidad de gente! Pero sin duda lo que me fascinó fue la sensación de estar en una ciudad en la que nadie me conocía; un lugar en el que no era más que un anónimo: no oía murmuraciones, gritos, susurros o carcajadas a mis espaldas como en el pueblo en que nací; gritos y susurros que hicieron de mí alguien silencioso, casi hermético. Aquí era nadie y eso me hacía inmensamente feliz.
Al final del recorrido, el bus abrió sus puertas en uno de los costados de la plaza Cataluña, frente a El Corte Inglés. Al bajar, un adolescente me entregó un papelito doblado con un nombre y una dirección: Hostal Central, Diputació, 346, y cargó luego mi maleta las dos cuadras que separaban la parada de bus del hostal, ubicado en el segundo piso de un edificio al que se ingresaba por un corto pasillo de piso ajedrezado y un ascensor de jaula ubicado en el centro de una escalera de caracol. Al salir a mi primera caminata por la ciudad y, durante los siguientes días, confirmé que no habría podido elegir un mejor lugar: el Barrio Gótico estaba a un paso, al otro lado de Las Ramblas, y al final, el mar; el paseo de Gracia, a un par de cuadras; el Eixample, justo detrás; Metro, el Theatrón local, un sótano de salas separadas por oscuros laberintos donde la multitud se movía, excitada y extasiada cual termitas en bacanal, apenas cruzando la plaza Universitat. De las postales turísticas obligadas las únicas distantes eran la Sagrada Familia, Park Güell, Tibidabo y su cruz y Montjuic.
En El Bagdad, el templo barcelonés de sexo duro que existe desde la muerte de Franco, estrené la noche disfrutando una escena, con lluvia dorada incluida, entre la diosa del hardcore Sophie Evans y Holly One, el actor porno más pequeño del mundo, con menos de uno veinte de estatura, quien murió poco tiempo después. Luego del pissing, hubo un show de bondage y también fist-fucking. Todo era tan heavy que parecía normal: había gente entre el público que ni siquiera los miraba. Hice lo mismo, fingiendo mi pose más cosmopolita, y gasté dinero en unos cuantos tragos que compartí con una chica que dijo ser canaria, llevaba apenas un par de meses en el negocio, aspiraba a ser actriz porno y presumió de haber hecho casting en esos días con el actor italiano Rocco Siffredi. Luego me contó que la primera vez que tuvo sexo en público fue precisamente ahí, en El Bagdad. “Vine de copas con un amigo. Me invitaron a subir a escena y no me corté”. La miré fascinado y ella sonrió altanera.
Barcelona sin Van Dyk no habría sido posible para mí. Lo oía noche y día, a mayores o menores decibeles. ‘Face to Face’, del álbum Out There and Back, era la canción que más repetía, especialmente al momento en que una nueva pepa reventaba. En una ocasión desperté sintiendo ese maravilloso hormigueo recorrer toda mi piel. Debían ser las dos o tres de la mañana y estaba tumbado, sudoroso, sobre el cemento. Entreabrí los ojos y toda una hilera de ángeles apareció frente a mí. Ángeles con el índice sobre los labios, como haciendo chssss, ángeles llorando recostados sobre cajas de hormigón, ángeles clamando al empíreo, ángeles de espaldas apuntándome con sus enormes alas, ángeles en posición de oración, ángeles con ambos brazos extendidos al firmamento, ángeles, solo ángeles y nada más que ángeles. ¿Era un sueño o acaso eran estos los ángeles clandestinos de Gómez Jattin que venían en legión a protegerme?
Levanté mi cuerpo y de repente, frente a mí, el mar. Ahí nomás, a un par de metros, todo era azul y olía salino. Como diría Pizarnik: “Yo sola, cerca del mar. Sola. Absolutamente sola. Esta es mi imagen de la felicidad”. Me quité los audífonos y eché a andar rápido, casi a correr. Un gato se apareció frente a mí, luego descubrí otro observándome, uno más maullaba en la lejanía y el llanto enternecía, sofocaba. De repente vi que, bajo los ángeles, o junto a ellos, perdidos entre la ligera niebla y las hileras de pino, había mausoleos. Entonces supe que caminaba por un cementerio. Nadie quiera saber cómo logré ingresar a ese lugar a esa hora de la