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© 2019 Mayte Esteban
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Comer y amar, todo es empezar, n.º 237 - julio 2019
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Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1328-455-2
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Índice
Comer y amar, todo es empezar
Esta es una historia de latidos descompasados, de decisiones que al principio damos por buenas, pero que nos acaban haciendo infelices. Es la historia de una receta con pasas y arándanos que despierta sentimientos y de un paseo a lomos de una yegua de los que abren los ojos. Un cuento que arranca en una fría mañana invernal, en un pueblo cualquiera de Castilla…
El despertador salió de su letargo a la hora programada, las siete y media, al ritmo de una melodía animada. Carlos se levantó con el sueño todavía prendido en sus ojos, se vistió con la ropa de trabajo y, medio dormido aún, abrió la ventana. El viento helado de la madrugada castellana de finales de diciembre se coló en la habitación como un visitante indeseado. El silencio lo presidía todo; en Grimiel aún seguía siendo de noche.
Con el rastro del sueño marcado en el rostro —la sábana le había dejado su impronta en la mejilla, oscurecida por la barba de un par de días—, se preparó el desayuno. Carlos Herrero tenía veinticinco años y era el dueño de un picadero en un pequeño pueblo. Su negocio se situaba a las afueras, a muy pocos metros de un extenso pinar. Dedicaba su actividad a la tutoría de caballos y a rutas para los eventuales inquilinos de las casas rurales de la zona. También se ocupaba de la formación de jinetes, aunque esto no fuera más que una manera elegante de llamar a lo que en realidad era enseñar a unos cuantos niños a no caerse del caballo. En un lugar donde apenas había actividades de ocio, el picadero de Carlos casi era la estrella. Le proporcionaba a su propietario los recursos suficientes para vivir y también le había ayudado a no tener que marcharse a la ciudad, como habían tenido que hacer la mayoría de sus amigos.
Cuando después de desayunar salió de casa, el frío de la calle le golpeó en las orejas. Rebuscó en los bolsillos de su abrigo, pero el gorro que siempre llevaba se había quedado en el tendedero, con la colada del día anterior. Era inútil que volviera a entrar para buscarlo, lo más probable era que siguiera empapado. Echó mano de la capucha del abrigo, que servía más bien de poco, y se encaminó hacia el trabajo.
Fue andando hasta él a buen paso para entrar en calor. El picadero distaba de su casa kilómetro y medio y, en mañanas tan gélidas como aquella, tal vez pudiera estar justificado ir en coche, pero Carlos prefería no hacerlo si no era imprescindible. Era un firme defensor de la naturaleza y trataba de aportar su granito de arena todos los días para cuidar de ella. Caminar un poco, además de que le venía bien a su forma física, le ahorraba al planeta unas cuantas emisiones tóxicas. Dejó atrás los vehículos, que dormitaban teñidos de blanco, y las aceras desiertas, brillantes bajo la mortecina luz de las farolas que a intervalos rasgaban la penumbra del camino.
Faltaban apenas un par de minutos para que dieran las ocho cuando llegó a la puerta de acceso a su negocio. Sacó la llave del bolsillo y se dispuso a abrir.
—¡Buenos días!
Una voz femenina, demasiado eufórica para la temprana hora, lo tomó por sorpresa y le hizo dar un brinco involuntario. Era Paola, una de sus amigas de la infancia y también clienta asidua del picadero, que acababa de salir de un coche aparcado a unos metros de la entrada. Carlos, pensativo como iba y con la capucha tapándole parte de su campo de visión, no la había visto.
—¡Qué susto me has dado, Paola! ¿Qué haces aquí? —le preguntó.
El día apenas empezaba a deshacer en el horizonte las tinieblas que en la noche envolvían al pueblo dormido. No eran horas, ni mucho menos, para hacer uso de los servicios del picadero. Si por él fuera, se habría quedado en la cama un rato más, pero no tenía más remedio que levantarse temprano para ocuparse de los animales, limpiar las cuadras y ponerles agua y comida fresca. Era preciso que todo estuviera listo antes de la hora de apertura.
—He venido a ver a Leyenda —le dijo ella.
Leyenda era la yegua blanca de Paola, un impresionante ejemplar pura raza española de ocho años que tenía desde que era una potrilla. Carlos introdujo la llave en la cerradura e intentó abrir la puerta, pero esta se obcecaba en encasquillarse. Dio un golpe con el hombro para ayudarse y, al final, logró vencer su resistencia. En el forcejeo, la capucha se le cayó y se la volvió a colocar. La helada de la noche había dejado su impronta como un manto blanco que lo cubría todo y hacía demasiado frío como para dejar al descubierto las orejas, que amenazaron con convertirse en témpanos de hielo en segundos.
—¿No tienes un gorro? —le preguntó Paola.
—Se ha quedado en casa —respondió él.
—Creo que tengo uno en el coche, espera.
Paola volvió a su vehículo, abrió la puerta trasera y recogió del asiento uno de lana en color crudo. Se lo ofreció a Carlos en cuanto volvió frente a él.
—Toma.
Era un gorro muy poco masculino, uno de esos que Paola usaba a menudo y que a ella le quedaban tan bien. Enmarcaba su delicado rostro y dejaba escapar los rebeldes rizos de su pelo castaño dándole aspecto de hada de invierno, pero no creía que en él tuviera el mismo efecto estético. Más bien parecería un fantoche. Carlos se quedó mirándolo y sonrió. Era típico de Paola pensar que él podría ponerse aquello. Rehusó utilizarlo con amabilidad, mientras atravesaba la puerta seguido de la chica.
—Gracias, pero no.
—Tú mismo… Hace un frío espantoso y nadie te va a ver, yo no lo rechazaría —le dijo Paola, adivinando por su cara de circunstancias lo que