A mis padres,
por darme las alas.
Y a cada adolescente
que he conocido en estos años,
con el deseo de que nadie –jamás–
corte las vuestras.
«A mí ya no me podéis cambiar. Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio, que yo os respondo que volaré bien».
Carta de Federico García Lorca a su padre
Madrid, Residencia de Estudiantes
Primavera de 1920
La primera víctima apareció el miércoles 12 de junio a las 3:45 de la mañana.
La segunda, el sábado 13 de julio a la 1:34.
La tercera, esa misma madrugada de julio y solo una hora después.
Aún no sé si estas líneas verán la luz. Puede que no me atreva a que lo hagan o que, debido a todos los intereses que hay en juego, no me lo permitan. Ni siquiera estoy seguro de si sabré recordarlo tal y como sucedió. Todos los pasos, todos los momentos que, sin saberlo, acabaron acercándome a Rex, a Tania, a Hugo, a Julia, a Matt o incluso a Lorca. A cada una de las personas que, fueran o no conscientes de ello, cambiaron mi vida y escribieron mi historia.
Estas páginas son el relato de todo lo que callé entonces.
Y de por qué lo hice.
SÁBADO, 13 DE JULIO
01:44 a. m.
Tenía nueve años cuando mi padre se fue de casa.
Once cuando comenzaron las pesadillas.
Trece cuando llegó el primer ingreso.
Y catorce en el segundo.
No sé por qué me resulta imposible dejar de pensar en todo eso este maldito sábado, mientras corro sin saber hacia dónde.
Intentando alejar de mí la imagen de ese cuerpo que aún debe de yacer en el asfalto a la espera de la ambulancia.
–¿Podría repetir la dirección, por favor? –me pedía la voz al otro lado del teléfono.
–Estoy en... Estoy...
Tenía guardada la ubicación en mi móvil, pero no era capaz de responder porque, de repente, solo era capaz de ver y sentir oscuridad.
Tan parecida a la que me empujó a empezar a lesionarme a los doce.
A la que me derribó a los trece.
A la que estuvo a punto de hundirme para siempre a los catorce.
Como si esta noche mis demonios se hubieran aliado para lanzarse sobre mí de nuevo.
–Denos su ubicación –insistía quien intentaba atenderme al otro lado de la línea.
He balbuceado el nombre de la calle justo antes de colgar para evitar que pudiera hacerme más preguntas. No podía explicarle qué estaba haciendo allí, ni cuál era mi nombre; ni siquiera me sentía preparado para describirle a la víctima. O para cerciorarme, como pretendía la voz, de si seguía respirando.
Cuando he subido de nuevo a la moto, no me he fijado en si lo hacía.
No he querido saberlo.
Quizá ya no respirase.
Quizá el suyo haya sido el segundo cadáver con el que me he cruzado.
Pero el primero era muy diferente a este. El de mi abuelo tenía un gesto amable. Casi sereno. La expresión empática –esa palabra no la conocía entonces, pero es la mejor con que puedo describirlo ahora– de una de las pocas personas que han sabido entenderme. O, al menos, intuirme.
Han pasado ocho años hasta que, en esta madrugada, a mis veinte, he visto el segundo.
Me gustaría convencerme de que tal vez no lo sea.
De que quizá solo estoy huyendo sin rumbo después de haber abandonado a alguien sobre el asfalto.
Alguien que, si la ambulancia llega a tiempo, conseguirá recuperarse.
A mi espalda, cuando solo estaba a unas calles de allí, he creído oír las sirenas.
O quizá no fuera eso.
A lo mejor no era más que mi conciencia la que me hacía creer que se escuchaba ese sonido para que mis demonios no se hagan aún más fuertes.
Los que, hace no tanto, guiaban mis manos cuando rasgaba mi piel.
Los que deformaban mi imagen cuando me obligaban a mirarme en el espejo que mis padres se empeñaron en poner en el armario de mi habitación.
Los que estuvieron a punto de robarme lo poco de mí que no me asusta. Lo poco de mí que, a pesar de todo, sé que soy.
Sigo corriendo mientras me doy cuenta, por primera vez, de que esta noche puedo perderlo todo. Si no tomo las decisiones adecuadas, estaré poniendo en peligro lo que he construido estos dos últimos años. Todo lo bueno que ha sucedido y que me dijeron, cuántas veces me lo dijeron, que nunca iba a pasar.
–Deberías pensar en un plan B –Delia, la tutora de 4.º de ESO, masticó mucho las palabras mientras me las escupía–. Deberías tener un plan B, Alicia.
Era una de las que, a pesar de mis quejas y de las advertencias de mi madre, se negaban a utilizar mi verdadero nombre.
–En las listas pone Alicia –repetía marcando mucho el verbo cuando me atrevía a corregirla.
Delia podía haber sido una de los que, un par de años antes, habrían conseguido que me devorasen los demonios. Los mismos que ya no me arrollarían porque ese curso había conocido a Iván, el profesor que sí lo cambió todo, porque habían empezado a calar en mí las conversaciones con Julia y porque Tania ya había entrado en mi vida. Demasiado a mi favor como para permitir que nadie, y mucho menos alguien tan gris como Delia, lo estropease.
–Es importante contar con un plan B.
Tenía catorce años la primera vez que alguien como ella me aseguró que jamás podría vivir de la interpretación.
Dieciocho cuando me eligieron en el casting que lo cambiaría todo.
Y acababa de cumplir los diecinueve cuando, gracias al éxito inesperado de Ángeles, sumé mi primer millón de seguidores en Instagram.
Lejos –tal vez solo en mi cabeza– siguen rugiendo las ambulancias mientras yo comienzo a frenar.
Aparco la moto y entro, sin darme tiempo a pensar en lo que estoy haciendo, en una comisaría del centro.
Puede que no haya sido casualidad.
Que no haya sido el azar lo que me ha traído hasta aquí.
Quizá ni siquiera fueron mis demonios.
Los que conozco demasiado bien como para no haber aprendido a controlarlos.
–Tú eres más fuerte –me recordaba mi abuelo cuando notaba que mi tristeza se volvía densa y pegajosa–. Tienes superpoderes, ¿no lo sabías?
Y, como hago siempre que debo enfrentarme a un momento difícil, me repito sus palabras y dibujo su sonrisa en mi mente. Esa sonrisa que me permitía olvidar el rostro de preocupación de mi madre y la expresión ausente de mi padre.
Por eso, porque suenan en mi cabeza las palabras de mi abuelo, estoy convencido de que no son mis demonios quienes me obligan a cruzar esta puerta.
Ellos no podrían empujarme a través de este mar de uniformes en busca de alguien que quiera hablar conmigo y escuchar lo que siento la necesidad de confesarles.
Estás a punto