Un pacto con el placer
Nazario
Un pacto con el placer
Primera edición: septiembre de 2021
© Nazario Luque
© de esta edición: Laertes S.L. de ediciones, 2021
www.laertes.es
ISBN: 978-84-18292-51-4
Ilustración cubierta: Nazario
Fotografía del autor en solapa: Oscar Fernández Orengo
Fotografía del autor en contracubierta: Serrano
Fotocomposición y cubierta: JSM
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Mi expulsión del paraíso
Una tarde que jugaba con mi hermano en el patio de casa, junto a la puerta de la cocina en donde faenaba mi madre, se me ocurrió preguntarle inesperadamente: «¿Quieres que te haga una paja?». Mi hermano, que tendría tres o cuatro años, debió continuar absorto en el juego sin entender el significado de aquellas palabras. Sin embargo, mi madre salió apresuradamente de la cocina y me riñó prohibiéndome decir aquellas palabras, refunfuñando y tal vez preguntándose dónde las podría haber aprendido. Era cuatro años mayor que mi hermano y me quedé perplejo ante la reacción de mi madre. Aquella inesperada y dura reprobación añadió un halo de misterio y transgresión a la pregunta incongruente que me había llenado de temor y curiosidad cuando la había oído por primera vez aquella mañana.
La airada reacción de mi madre acababa de dar a la frase, «hacer una paja», una dimensión nueva y desconocida que se unía a la turbación que me había provocado la misma frase cuando la había pronunciado el hijo de la Quiqui, mi vecina, cuando lo sorprendí con la polla en la mano.
Posiblemente mi madre contribuyó con aquella reprobación a que mi inocencia saltara por los aires y que, a partir de entonces, tanto la palabra paja como la frase hacerse una paja, se convirtieran en algo que no debía pronunciarse en público. Ahora pienso que aquella edad, la edad de confesarse y hacer la primera comunión, debía ser la edad adecuada, según los curas y las madres, para perder la inocencia y ser expulsados del paraíso. ¿Qué desconocido y misterioso sentido podía encerrar la pronunciación de la palabra paja que, hasta aquella mañana, siempre había usado y oído usar tan a menudo sin que nadie se escandalizara ni la censurara al oírla? ¿Por qué he ido guardando con tanta nitidez, a través de los años, estos dos recuerdos tan lejanos abriéndose paso entre otros tantos recuerdos que conservo, difusos, o que han terminado borrándose?
Frente a mi puerta estaban reconstruyendo la vieja casa en la que recientemente había muerto un anciano viudo solitario, al que llamaban Pichín, que tenía una viña. En el pueblo habían abandonado el dicho «Estar más sordo que una tapia» por el de «Estar más sordo que Pichín», para las personas duras de oído. Había oído contar que Manola la del Ganga se iba a casar con un hombre desconocido. Decían que su aspecto era refinado; que tenía un fino bigote; que trabajaba de chofer con el marqués; que se llamaba Girón y que vendrían a vivir a esa casa.
Habían levantado un segundo piso y aquella mañana, tras el almuerzo, viendo que la puerta estaba abierta, aproveché para colarme y curiosear al ver que no había nadie. Cuando subía sigilosamente los últimos peldaños de la escalera recién construida oí un leve ruido y asomé la cabeza por el hueco, a ras del suelo. El espectáculo que se ofrecía ante mis ojos me dejó paralizado por el asombro. Mi primera reacción debió ser de sorpresa y posteriormente de extrañeza al ver cómo uno de los hijos mayores de Rosario la Quiqui, que tendría 16 o18 años, sentado sobre una pila de ladrillos y recostado contra la pared, se frotaba violentamente con la mano la polla que salía de su bragueta abierta. Por encima de su puño cerrado aparecía y desaparecía un capullo rosa, reluciente, que inmediatamente asocié en mi recuerdo con las pollas de los perros que había visto en la calle cuando intentaban montar sobre las perras. Su tamaño, comparado con el de mi polla, debió parecerme monstruoso.
Me imagino mi cara emergiendo lentamente del hueco de la escalera con los ojos casi a ras del suelo. Mi mirada debió pasar de la curiosidad a la perplejidad, y del asombro a la estupefacción y el miedo. La cara del vecino que estaba allí, frente a mi, despatarrado, frotándose la polla, estaba como absorta, con los ojos entrecerrados, pero de pronto los abrió y me miró con sorpresa mientras hacía un apresurado gesto de guardarse la polla. Posiblemente, al descubrir que era yo, pareció relajarse y, sin abandonar la polla que permenecía en su mano, me hizo un gesto con la otra que subiera. Recuerdo su voz, casi imperceptible, susurrante, pero que a mí me sonó como si me gritara, diciéndome que me acercara, que me iba a hacer una paja. Desconcertado y casi aterrado, eché a correr escaleras abajo mientras oía la risa del chico. En un salto me encajé en mi casa sintiéndome allí a salvo.
La frase «hacer una paja» había producido tal confusión en mí que salí huyendo velozmente escaleras abajo buscando mi casa para protegerme de una especie de peligro desconocido. Debí quedar aturdido por una avalancha de imágenes amenazadoras que invadieron de pronto mi imaginación. Las fantasías de los cuentos de hadas, los encantamientos y los príncipes convertidos en rana, debieron hacer que interpretara sus palabras como una incitación o una amenaza de convertirme en algo tan minúsculo e inútil como una brizna de paja. Luego repetí la extraña frase hasta apropiármela como una especie de nuevo sortilegio divertido y amenazador. El hecho de que la pregunta me había obsesionado se debió traducir en que la empleara en la primera ocasión que tuve: horas más tarde, mientras jugaba con mi hermano en el patio, junto a la puerta de la cocina.
Imagino la sorpresa de mi madre al oírme y los comentarios que haría a mi padre interrogándose dónde y a quién podría haber oído decir «aquellas» palabras un niño tan chico. Desde aquel día no volvería a repetirlas en público, quedando relegadas a la intimidad de los juegos eróticos que comenzaría a practicar, pocos años más tarde, con los amigos de mi edad. De pronto todos habíamos aprendido, de las más diversas fuentes, el significado de aquellas palabras, y de muchas más, que fuimos agregando a nuestros vocabularios eróticos. Algunas se resistían y las búsquedas por diccionarios y enciclopedias no hacían más que enredar y despertar aún más nuestra curiosidad.
Más adelante, los recuerdos de mis abundantes relaciones sexuales infantiles, casi diarias, se fueron haciendo bastante borrosos por la cotidianidad y la rutina. Sabía bastante bien lo que era una paja y había adquirido gran destreza haciéndomelas y haciéndoselas a los demás. Los otros niños hacían lo que podían, pero uno de ellos, algo más pequeño, no sé si por iniciativa propia o por sugerencia de los más mayores, había tomado una gran afición a chuparnos la polla a todos. Nos colocábamos en fila con las pollas en la mano y él iba circulando de uno en otro hasta que nos satisfacía a todos. Éramos tres o cuatro y nos reuníamos los atardeceres a jugar por los alrededores del pueblo, entre los olivos, tras las tapias y por los callejones. Había algunos lugares favoritos, cercanos, semiocultos entre vallas y barrancos, protegidos por las sombras, que nos hacían aparentemente invisibles. Uno de los mejores era el callejón de la caseta de la luz con la alta tapia del Palacio a un lado, un barranco empinado al otro y la caseta sólida, con una puerta siempre cerrada en la que había un rayo pintado en negro, que ofrecía sombra en las noches de luna. Este callejón rodeaba el Palacio que tenía por detrás un cercado tupido, sobre un pequeño barranco, en el que veíamos los pavos reales y los ciervos sueltos que tenía la señorita María, dueña del caserío. Los troncos de los viejos olivos resultaban también buenos escondites para nuestras prácticas pajilleras, pero quedaban un poco alejados del pueblo y el barrero cercano al cementerio era un lugar que daba un poco de miedo cuando se hacía oscuro.